jueves, 2 de abril de 2009

Alta suciedad

Unos buenos amigos me han regalado un libro: ‘Guerra y paz’, un clásico de la narrativa universal que no había leído. Son 1200 páginas, una tras otra. Lev Tolstón parece que pone en la portada. Armado de valor, enciendo el flexo y me dispongo a enfrentarme a él, cuando no transcurridas dos páginas, me encuentro con la siguiente joyita del autor. Un aviso para el lector:

“Solamente escribo sobre príncipes, condes, senadores y sus hijos, y me temo que no va a haber otros personajes en mis historias. Puede que esto no esté bien y no le guste al público, pero no puedo satisfacerle por muchas razones.

La primera, porque todos los recuerdos históricos provienen de gente de clase alta alfabetizada, y todos los relatos interesantes que he podido escuchar, solo se los he oído contar a gente de esta clase.

La segunda porque la vida de los campesinos, comerciantes, presidiarios y seminaristas me resulta monótona, aburrida, y todas las acciones de esas gentes se me antojan resultado en gran medida de los mismos resortes: la envidia hacia las castas más afortunadas, la avaricia y las pasiones materiales. [¿?] Entonces sus acciones quedan tan dominadas por estos impulsos que resulta difícil entenderlas, y por lo tanto, describirlas.

La tercera porque la vida de estas gentes no es hermosas y no deja huella en el tiempo.

La cuarta porque nunca podré comprender que es lo que piensa el centinela de la garita, o qué siente el tendero que pregona que compren tirantes y corbatas, al igual que nunca podré comprender qué piensa la vaca cuando la ordeñan. [!!!!]

La quinta (la mejor causa), porque yo mismo pertenezco a la clase alta y la adoro.

No soy un pequeño burgués, sino un aristócrata porque me alegra recordar a mis padres, abuelos y bisabuelos, y porque me educaron en el respeto a la elegancia, a las manos limpias, y a la belleza de un vestido o un carruaje.

Soy un aristócrata porque no puedo creer en la elevada inteligencia, el gusto refinado y la gran honestidad del que se hurga la nariz y habla con Dios.

Todo esto es muy tonto, puede que hasta criminal e impertinente, pero así es. Y en lo sucesivo aviso al lector del tipo de persona que soy y que es lo que puede esperar de mí. Todavía está a tiempo de cerrar el libro y acusarme de idiota, retrógrado y de ser un Askóchenski, por quien, aprovechando esta oportunidad, me apresuro a expresar mi sincera, profunda y firme admiración”.

No sé quién es el Askóchenski ese, pero seguro que otro angelito. No sé si leer el libro o tirarlo a la hoguera cuando tenga frío. De momento lo coloco en la estantería y busco otras lecturas mientras espero vuestros comentarios.